Demasiado a menudo (lamentablemente), se cruza uno con abogados que se dedican a enfangar el campo. A enmierdarlo todo con medias verdades e incluso directamente con mentiras, que además no tienen nada que ver con lo que se está discutiendo en el proceso.
Ya. Esto es cosa de los jueces. Lo que no se acredita no existe, y normalmente no hay sorpresas desagradables en ese sentido.
No obstante, el cliente de turno está convencido de que todo eso ya se ha soltado. Que ahí ha quedado, y que se acabarán saliendo con la suya. Sin ninguna duda atribuirán un resultado no satisfactorio al cien por cien a esa basura vertida, que en el fondo distingue al abogado bueno (el que actúa así) del malo (el que no lo hace), aunque la resolución en cuestión argumente su decisión en cosas que nada tienen que ver con ello.
El resultado de todo esto es la obcecación del cliente muchas veces por desmentir las más peregrinas afirmaciones o acusaciones lanzadas por la otra parte, obligando (si se le hace caso) a aportar ingente documentación al proceso y malgastar toneladas de energía en satisfacer ese síndrome “Sálvame”, con el peligro de desviar el foco de lo realmente importante.
No es fácil la pedagogía en estas situaciones, aunque estamos obligados a hacerla. A la profesión se le llena la boca de deontología, códigos éticos, venias, formalismos y mandangas, pero parece que luego todo eso para nada nos lo creemos.
Está bien que todos optimicemos nuestras opciones en un proceso, incluso que se evite decir toda la verdad y mil cosas con las que podemos jugar. Pero debería haber algunas líneas rojas que con demasiada frecuencia se sobrepasan. No debería valer todo. Una pena.
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