Las rupturas siempre son duras. Aunque lo hagamos de forma amistosa, e incluso sin niños de por medio. Por muy buena relación que queramos mantener con nuestr@ ex llegará un momento en el que tendremos que soltar amarras definitivamente y caminar solos, porque al fin y al cabo eso significa poner fin a una relación. Poner fin a unas rutinas, a unos espacios, a unas costumbres, a un recurrir siempre a ese punto de apoyo. Salir de una zona de confort. Enfrentarse a un nuevo estado de las cosas, y en consecuencia a eso que tanto miedo provoca en todo ser humano llamado cambio.
Y ahí entran la nostalgia, la tristeza y la melancolía como elementos inevitables por los que tendremos que pasar, como ineludibles peajes a pagar. Un proceso de duelo obligatorio y parecido al que padecemos cuando perdemos a algún ser querido, y que no nos evita ni la previsibilidad de su llegada, ni la avanzada edad de esa persona, pero duelo por el que se debe pasar.
Y quizás lo mejor sea aceptar que aunque amistosa, la ruptura es ruptura. Que ya nada volverá a ser como antes, y que la mejor receta para avanzar puede que no sea intentar esquivar el dolor y hacer como si nada hubiese cambiado, sino que lo aceptemos cuanto antes y miremos hacia adelante.
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